Ni 1957, ni 1985, ni 2017 nos enseñaron nada a los mexicanos respecto a la prevención de desastres, sólo nos llenaron de pánico, de leyendas urbanas y de mitos infundados.
En 1985 un sismo de 8.1 grados en la escala de Richter sacudió a la Ciudad de México y a otros estados del país, en algo que se convirtió en el desastre natural más grande que ha vivido esta nación. Las cifras no oficiales superan los 30 mil muertos, más muchos otros desaparecidos que se fueron entre los escombros, las fosas comunes y la confusión social.
Y ya en 2017 la historia se repitió casi exactamente igual, aunque con tecnología que facilitó algunas tareas, pero con las mismas causas como corrupción en las construcciones, autoridades que ignoraban muchos detalles y la población vulnerable que siempre es la más afectada.
Ahora existe la famosa “alarma sísmica”, bocinas gigantes que aterrorizan a los chilangos y los hacen correr despavoridos por las calles cada vez que viene un temblor. Aunque más allá de eso no hay ningún cambio, de todos modos nunca aprendimos el famoso “no corro, no grito, no empujo”, ni entendimos que la ciudad en la que vivimos está puesta sobre un lago, siendo así que la construcción de enormes rascacielos y segundos pisos es una apuesta por el desastre.
Lo que más nos arde
Y no, en más de un siglo de temblores no hemos aprendido gran cosa acerca de la prevención o cómo hacer para que no nos afecten tanto estando en un territorio sísmico por naturaleza.
Igual seguimos haciendo edificios altos, construimos con mala calidad, sobrecargamos el subsuelo y hacemos todo lo posible por destruir el equilibrio ecológico para que después nos vengan fuertes terremotos de arrepentimiento.